domingo, 2 de noviembre de 2014

El Gran Juan Olivera y su Coronado

Dos sobrevivientes unidos por el destino

A sus 65 años Juan Olivera, apodado por sus amigos “El Pitufo”,  se siente en la plenitud de su vida, tiene tiempo de llevar a pasear a sus nietos, de preparar el asado de los domingos y de viajar con Irma, su mujer, a donde ellos quieran. En Barco, por supuesto.

Apoyado en la trompa de su Dodge Coronado, Juan se enorgullece de contar su historia recorriendo tanto los momentos felices como los tragos más amargos, pero siempre con una sonrisa en el rostro. Porque este increíble hombre jamás se dejo doblegar por ninguna circunstancia y ha madurado con cada experiencia.

Con su metro sesenta de altura y su contextura pequeña, queda completamente opacado ante el majestuoso automóvil azul que le sirve de soporte hoy, como en todos los momentos de su vida. Ellos pueden ser muy diferentes en apariencia, pero se complementan a la perfección y  la realidad es que no se puede hablar de Juan sin incluir a su auto, el  Barco como lo llama la familia, ya que éste es una parte fundamental de su historia.

Juan no era aficionado a los vehículos, no sabía nada de motores ni de carrocerías y poco le importaban los modelos del momento o los clásicos antiguos. Pero cuando llego a la fábrica de Chrysler, de la mano de un amigo dueño de una concesionaria, vio ese monstruoso auto  y decidió que estaba hecho para él. Sin motivos, sin vueltas. Era una corazonada que no pudo ni quiso ignorar. “Cuando lo vi por primera vez  supe que lo iba a tener conmigo toda la vida, aunque al principio me intimidó bastante la facha de mastodonte celeste y la caja automática” recuerda Juan, quien necesita tomar impulso para poder sentarse cómodamente en la trompa de su auto.

Él sabía que su mujer se iba a poner como loca cuando lo viera. “Ella quería una camioneta familiar y yo le estaba por llevar un coche de lujo, que por esa época estaba bastante fuera de nuestro presupuesto. Pero cuando se deja a un hombre solo, éste se guía por su instinto y el mío me dijo: ¡compralo!”. Inevitablemente lo  hizo y en el verano  de 1972, viajó desde Capital Federal a su casa en La Plata con su nueva y reluciente adquisición: “Fue un viaje temerario y el más largo de mi vida. Era la primera vez que manejaba un automático y para colmo de males el calor era insoportable y  no sabía encender el aire acondicionado. Pero no lo voy a negar, en esa cosa  gigantesca, me sentía imponente”.

Un viaje que comúnmente realizaba en una hora, aquel día  le llevó cuatro,  fue la tarde más larga y calurosa a la que se había enfrentado. “A mitad del camino paré el
auto y saque el manual. Primero para ver cómo se encendía el aire y segundo para saber cómo se usaban las letritas de arriba del volante”.  Comenta que como para todos los jóvenes, para él  los manuales eran  inútiles y la mejor forma de aprender a usar las cosas era metiendo mano, “como cuando te compras un celular nuevo” ejemplifica .  Pero para todo siempre hay una excepción y este temerario hombre tuvo la suya ese día. “Después de leer lo básico pude seguir con mejor ritmo. Pero casi me ato el pie izquierdo porque me costaba demasiado no pisar el freno”.

“Cuando llegó a casa arriba de ese auto, yo no lo podía creer” confiesa Irma, mientras toma la mano del hombre con el que lleva 47 años de matrimonio. “Nunca había visto uno tan hermoso y la verdad es que lo felicité por su elección. Pese a que siempre hace cosas sin consultarme, esa vez por lo menos no se equivoco”.

El Barco fue para la familia el auto perfecto y a pocos días de su llegada hicieron su primer viaje a Mar del Plata. “Entrábamos todos sin ningún problema. Íbamos con nuestro nene de cuatro años, con mis suegros y mi hermano” cuenta Juan y agrega “Yo siempre había soñado con unas largas vacaciones familiares, rodeado de toda mi gente, porque ellos son lo más importante  y ese verano fue el primero de muchos”.

Y la familia se fue agrandando,  con los años se sumaron tres hijos más y Juan estaba cada vez más cerca de que su mesa se pareciera a la de “Los Campanelli”. Y como él mismo asegura: “No hay nada más lindo que la familia unida”.  

Los siguientes seis años pasaron entre viajes de placer, de trabajo y vueltas en el Barco solo por diversión. “No lo podíamos separar del auto, hasta iba a comprar cigarrillos al almacén de la vuelta manejando. Era terrible, pero yo disfrutaba verlo así de feliz” relata Irma con una enorme sonrisa en su rostro, mientras cruza su mirada con la de Juan y el amor que sienten el uno por el otro se puede palpar.

“A mi me daba mucha seguridad que viajara en ese auto que parecía imposible de romper,  era como entrar en un acorazado. Nada podía pasar si ibas ahí dentro” explica  Irma y añade: “Sin embargo, nunca me voy a olvidar de la noche del 10 de septiembre de 1978. Esa fecha la tengo grabada a fuego en el alma”.

Juan viajaba cada seis meses a la provincia de Formosa por motivos laborales, era una obligación que había adquirido en los últimos años y de la que dependía el sustento de su familia. Siempre emprendía el viaje estando bien descansado, para evitar sentir sueño una vez estando en la ruta, pero todas las medidas de seguridad que él pudiera tomar no evitarían el fatídico desenlace.

El 10 de septiembre  de 1978, un conductor que transitaba por el carril contrario se quedó dormido  y su vehículo  fue directo hacia el Barco. Juan no pudo hacer nada. Él y su auto fueron destrozados por completo. “Pasó tan rápido que no tuve ni tiempo a sentir miedo. Solamente me acuerdo de estar viajando y ver las luces de frente. Después, un apagón”.

Su hermano Alfredo fue el primero en conocer la noticia y el encargado de comunicarse con el resto de la familia. “Yo no podía entender lo que me decían. Me hablaban de un accidente, que Juancito estaba muy grave. Pero accidente y Juancito no me terminaban de cerrar en una misma frase. Mi hermano es el hombre más cuidadoso que existe, yo simplemente quería que estuvieran equivocados.”

Los deseos de Alfredo no pudieron hacerse realidad y Juan estuvo en coma durante 19 días. Fue sometido a múltiples cirugías en su rostro y en el resto de su cuerpo, había perdido la nariz por completo, tenia fractura de cráneo, maxilares, pómulos, mandíbula y en diferentes zonas de sus extremidades. También sufrió importantes laceraciones en sus órganos. “Todos pensaron que me moría. Mi mujer me recuerda como una masa sanguinolenta en una camilla. Lo único que agradezco es que viajaba solo”. Pasaron tres años hasta que pudo recuperarse, aunque su pierna izquierda seguiría inmovilizada de por vida.

“Puede que ahora me parezca  a Quasimodo, pero según mi nieta mi cara representa una belleza exótica y no necesito mi pierna izquierda para manejar mi auto, así que no tengo nada de que lamentarme” bromea Juan,  a lo que su mujer agrega: “Mi viejo es hermoso de cuerpo y alma. Las cicatrices no son otra cosa que los baches de la vida y si las podes mostrar, es la clara muestra de que seguís en pie y cada día más fuerte.”

Una vez que Juan despertó del coma y la familia podía respirar un poco de tranquilidad, Alfredo fue hasta la aseguradora a buscar el Dodge, el cual había sido dado de baja por destrucción total. “Parecía una lata de sardinas, no me entraba en la cabeza como lo habían podido sacar de ahí adentro. Pero yo me tenía que llevar ese auto. Sabía que cuando Juan estuviera mejor lo iba a querer. Y no me equivoqué.”

El día que Juan pudo caminar por su cuenta, su hermano lo llevo al taller de su casa y le mostró lo que quedaba del que hace sólo unos meses atrás habia sido su compañero de ruta .  “Cuando me acerque empecé a llorar como una criatura. Los dos habíamos quedado irreconocibles, aunque él se llevo la peor parte. Yo sé que me salvó, en cualquier otro auto me mataba seguro”.Y en ese momento  supo que había adquirido una deuda que debía ser saldada.

Después de su recuperación y con la ayuda de su hermano y otros mecánicos, comenzaron con el arduo trabajo de traer a su Dodge Coronado de nuevo a la vida. Recurrieron a restauradores y consiguieron todas las piezas originales que hacían falta. “Nos llevó años y mucha plata ponerlo en marcha, pero le debía mi vida y no podía hacer menos que arreglarlo. Aunque puedo asegurar que él quedó mejor que yo”,  ironiza  Juan.

Y fue en 1986 cuando en el Registro Automotor el Barco volvió oficialmente de entre los muertos. Lo dieron de alta con el título “Dodge Coronado modelo ’86 A.F.F” (Armado Fuera de Fábrica) y por primera vez después de muchos años Juan pudo manejar nuevamente el auto de sus sueños. Su empeño y tenacidad fueron recompensados.

Ahora el Barco es una reliquia familiar que su dueño planea   heredar a uno de sus nietos y espera que pase por muchas generaciones más, aunque ante todo quiere que comprendan su mensaje: “Me gustaría que mis nietos y sus futuros hijos no vean como algo material lo que les estoy dejando, es su significado lo que quiero que sobreviva mucho tiempo después de que yo me haya ido”. Y ante las palabras de  Juan, los presentes  responden con sonrisas de afecto y miradas cómplices que afirman que su deseo es comprendido por todos.


Por Noelia Velazquez















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